viernes, 3 de septiembre de 2010

Estoy viendo el mundial en Alemania, una Alemania nazi. En la cancha hay un conejo blanco con una bengala clavada.
Dicen por altoparlantes que está muerto, pero todavía está vivo. Yo corro y lo agarro, miro las tribunas, son todos del mismo equipo.
Camino, las calles son de tierra, el conejo tiembla y yo hablo en alemán tratando de que sea un idioma más suave. No uso mucho las erres, cambio los acentos, le agrego vocales, hago diptongo. Que no se quede dormido.
Llego al hospital de conejos, abre la puerta un hombre alto, me mira y le muestro que entre mis brazos hay algo suave y húmedo por sangre y lágrimas, las mías. Me lo sacan, le pido que tenga cuidado.
La mayoría de los conejos que están en la sala de espera tienen problemas en alguna de las orejas. Sus acompañantes me miran con curiosidad, de la misma forma con la que me miraron en el Hospital Alemán cuando llegué con el dolor de panza.
El cirujano opera al conejo, cuando termina lo pone en una silla a la que le faltan ruedas. Tengo que conseguirlas.
No pago, ellos piensan que por mi manera de deformar su idioma no estoy apta para hacerlo. Nos vamos y mientras camino muevo las manos haciendo olas chicas. No quiero que sienta que está inmóvil.
Los animales, los siento porque hay que cuidarlos, las personas son por si solas.
A mitad de cuadra hay una carnicería que tiene un cartel que dice “El conejo es vida” y una mujer comiendo una pata. Nos tenemos que ir, piensan que las patas de los conejos son como el cuerno del unicornio.
Entramos a un túnel, es de tierra y las ramas de adentro abrazan. Hay raíces por todas partes, en el suelo, en mi pelo.
Me duermo pensando en que quizás mañana nos despertemos curados y las ruedas no hagan falta.

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