jueves, 10 de noviembre de 2011

HIT




Miércoles 16 | 21hs | $10
El Quetzal, Guatemala 4516, Palermo

VIOLETA CASTILLO (set íntimo y quebrador)

+ las lecturas del club comandado por MARINA MARIASCH, presentando a (en orden alfabético): JOSE BIANCHI | MARINA GERSBERG | MAJO MOIRON | FLOR MONFORT | NOE VERA

martes, 25 de octubre de 2011

A los cinco hice ballet con Georgette. La misma profesora que le enseñó a mi mamá y a mi tía, en frente de plaza de Vicente López. En la ventana que daba a la calle, había un vinilo en letras cursivas y doradas que decía su nombre. El tutú era solamente para las chicas más grandes, como el pelo largo o las bikinis.
Soy hiperlaxa, así que poner las piernas en la barra y estirarme hasta llegar a mi zapatilla de ballet rosa no era ningún problema para mí. En el recreo comía chizitos de Ketchup. Mi maillot era del mismo color que las zapatillas y los cancanes eran blancos. Teníamos diez minutos libres por clase para bailar como quisiéramos, mis preferidos. Ahí imaginaba que tenía puesto un tutú de cien capas y el pelo largo y suelto hasta la cintura.
Me gustaba ir de visita a los talleres del Colón y al Museo de Ciencias Naturales. Darme cuenta que los libros que veía desde mi asiento eran en realidad de mi tamaño y ver a las bailarinas que practicaban en el subsuelo me fascinaba. Pensar que arriba de ellas, de sus livianos arabesques y d eveloppés había una mezcla de cemento y asfalto con camiones ruidosos, pesados, que largaban humo negro. Un espectacular mundo subterráneo, lleno de tules y escenarios sin público.
También practiqué Aikido, recomendado por mi psicóloga. Pero golpear, el olor a colchoneta y mi profesora musculosa me incomodaban. Había una ideología que no entendía y cinturones de colores que no me importaba mucho tener. El uniforme era áspero.
De gimnasia deportiva lo que más me gustaba era la barra. Hacer la vertical arriba de ella, manteniendo el equilibrio, pensándome como una estrella de circo a quince metros del suelo, con los ojos pintados y maillot brillante Lo demás era en equipo, y cuando me dijeron que tenía que elegir otra disciplina que no fuera la barra porque yo no era prolija dejé de ir.
Expresión corporal, pintura, yoga, teatro, fueron lo que siguió hasta los dieciséis años.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Fragmento VII

La cadena de frío es el suministro de temperatura controlada que puede servir para mantener en el estado correcto alimentos, remedios o picaflores de cola larga.
Las tardes de verano eternas hacen que cada metro cuadrado del jardín pueda ser estudiado descubriendo finalmente el huso horario que cada porción de tierra tiene. Micromundos que físicamente no están delimitados pero que la luz del sol los divide en equipos. El equipo de los rosales contra el de los agapantos, los picaflores prefieren los lilas. El equipo de laurel venenoso contra el de las pencas, los puntiagudos, que lastiman. El equipo del sol traicionero de las tres de la tarde que te vuelve palito de la selva contra el de las cinco que tiene manteles y cuerpos con protector casi inexistente, lavado por la pileta, porciones de piel que brillan.
Los picaflores de cola larga son metalizados, tienen verde, fucsia y si tenés suerte dorado también. Sus alas son casi imperceptibles por la rapidez en que las mueven, se mantienen en un punto fijo agitándolas tomando el polen de las flores, atracones de color amarillo.
Cuando era chica existían unos recipientes con forma de flor, de plástico donde adentro se les ponía agua con azúcar para atraerlos. En casa nunca me dejaron tenerlos, se notaba el relieve de las piezas de plástico encastradas, no quedaba bien, así que ver un picaflor era cosa de cinco segundos y si llegabas en el momento justo, te sentías afortunada.
Mamá guardaba los de cola larga en un freezer de la cocina, adentro de tuppers, con una etiqueta que contaba los colores de su cuerpo. Después los llevaba en el viaje de vuelta a Buenos Aires al Museo de Ciencias Naturales, donde yo aprovechaba para ver las peceras de agua salada.
Mamá charlaba con el taxidermista, cuando terminaba nos subíamos al Renault 12 para llegar a destino.
Carola no sabe de matemáticas, física ni química, pero es experta en picnics. Hay básicos: un termo de café, jugos de frutas, sándwiches de miga (porque los preparados en casa se aplastan), castañas de cajú y alfajorcitos de maizena en número impar para el tiempo dulce. La que visualiza las primeras montañas se gana el último.
Yo trataba de estar atenta pero siempre sentí que para el momento en que las veía ya estaban ahí, mostrándose desde hace por lo menos quince kilómetros. Es que las montañas te hipnotizan, te envuelven y terminás pensando que siempre fue así, que los edificios nunca existieron y que no hay nada mas común en el mundo que ver la línea del horizonte tapada con sierras violetas.

sábado, 6 de agosto de 2011

A los cuatro años Mamá me regalo un libro de mi tamaño con varios cuentos, entre ellos Caperucita Roja. Estaba en inglés, venía con dibujos y al final de cada cuento tenía caretas con las caras de los personajes.

Por ser la más chica  me tocó ser Caperucita. Cuando mi prima más grande (el lobo) me decía con voz grave y los dientes para afuera “para comerte mejor” yo empezaba a llorar y teníamos que frenar el ensayo. En cada nuevo intento me parecía que al lobo le iban creciendo más los colmillos. En el último que hicimos a la hora de la siesta, las demás actrices, cansadas de tener que explicarme que lo de mi prima era ficción, decidieron que yo iba a ser el leñador. En las casas y en los colegios de mujeres, las chicas también actuamos de varones.

Fragmento (From the long sad party - Mark Strand)


the night would not end.
Someone was saying the music was over and no one had noticed.
Then someone said something about the planets, about the stars,
how small they where, how far away.


lunes, 4 de julio de 2011

Fragmento VI







Los hijos de los amigos de tus papás vana ser tus amigos. Primero los ves de lejos en el golf, después vienen a tu casa, o vas a sus cumpleaños sin conocerlos, así funciona. Los Schoklender eran tres hermanos de ocho, diez y once años. Sus padres les habían puesto ese apodo. Cada vez que venían a casa rompían las luces de la pileta, lastimaban zorzales y rompían flores. Yo me escondía atrás de los árboles agarrando a Mío cont odas is fuerzas. No quería que nos lastimaran. Mío se escapaba de mis brazos dejándome rayones cerca de las articulaciones, apenas gruñendo. Se lamía las patas mientras yo le agarraba su mejor oreja, la derecha, y le explicaba la situación. Me imaginaba que tenía poderes mágicos que funcionaban si hablaba en rima, y así me pasaba horas, escondida entre los cosmos.
Los Schoklender agarraban a su prima en la arena y le ponían jugo de mandarina en los ojos. Eran remolinos en el río, te agarraban los pies en lo profundo y chocaban las manos todo el tiempo. Tenían la boca siempre sucia, y después de comer una tostada se chupaban los dedos y volvían a agarrar otra. Eran ese pegote que no sale ni raspando con las uñas.

jueves, 30 de junio de 2011