“Por ser hija de tu madre voy a hacer una excepción” me dijo. Y me puse contenta. Porque podía ser secretaria, estudiar gastronomía y por eso llevar tuppers al trabajo; a pesar de que “el lemon pie no me gustó nunca” me decía, mientras se cubría la boca con merengue italiano y crema de limón amarilla.
Toma mate cocido, y yo se lo sirvo en la taza que no tiene rajaduras, la pongo en un plato chico, y le doblo una servilleta de papel para que quede un triángulo isósceles perfecto. N. se sienta sin mirar el orden de los elementos en la mesa y come los alfajores que traje de Córdoba. No hay muchos, pero siempre se come tres seguidos.
Después de que puse todo a su disposición, y cociné para todos, N me dice que en el azúcar hay una mancha. “No lo vuelvas a hacer”.
Por momentos soy una de esas amas de casa de los años cincuenta, que espera a su marido con un delantal floreado (donde no hay evidencias de haber cocinado), la mesa con los platos calientes, y las velas a la misma altura.
Después me siento un poco mediocre, ser la pseudo mujer de un hombre que se parece mas a un mueble de madera vieja que a un esqueleto vivo no es mi vocación, de eso estoy segura. Escucho mi nombre amplificado por cinco parlantes: le duele el cuello, y yo tengo pulgares fuertes… le voy a ir a hacer masajes.
Cuando comemos todos juntos, N usa mi servilleta. Por qué, si yo acomodé la suya debajo de la cucharita que usó para mezclar el mate cocido después de endulzarlo. La agarra con su mano, que parece solamente puño y se raspa la boca con ella, haciéndola un bollo, dejándome la boca sucia con arroz, disfrutando de verme sucia. Así nunca voy a pensar que soy la secretaria ideal.
“Hoy le grito” me dije mientras lavaba esa desagradable taza de café llena de migas de galletitas de vainilla adentro. Sí, el moja la galletita.
Es gordo, viejo, tiene pelo blanco y cara de enano enfermo (aunque su altura no es tan baja su encorvadura es alta). Me grita indicaciones, porque como es mi jefe el lo puede todo, y me hace sentir que ser mujer es una desventaja. Una vez mas corro por el departamento de Galileo, entre colombianos, cueros, y gritos de un enano que aunque tenga los pulmones atrofiados tiene voz de gigante, que quiere que le alcance su celular. Se parece a un sapo, sentado sin poder emitir ruido de movimiento. A veces, cuando estoy de espaldas en mi escritorio y escucho moverse las patas de la silla se que está sentado moviendo sus manos para los costados tratando de rascarse en algún lugar que no llega; y hago que no escucho.
Si le doy un beso no se convierte en nada, y su lengua es lo único que se estira de el; pegajosa e hiriente. Su arma.
Aprendí a tomarme pequeñas satisfacciones con respecto a N, me robé una de sus lapiceras preferidas. Todo lo que el emplea tiene que tener su marca: una tira azul, blanca y negra. Según el, funciona como un alambrado eléctrico. Cuando me di cuenta que si la tocaba no sufría ningún efecto eléctrico, salvo el puro regocijo de estar quitándole algo a alguien que lo tiene todo y al mismo tiempo no tiene nada una vibración que nació en mi dedo meñique del pie se extendió hasta mi cabeza. Nunca fui de las que se animaban a pisarlos para verles las tripas salir por la boca, pero ¿por que no? es hora de aplastar sapos.
Desde su operación N tiene menos movilidad que antes, y lo que había adelgazado para entrar en la camilla lo engordó a la semana de haber salido del sanatorio.
Fue muy difícil conseguir su cuello. Lo trajeron de los Estados Unidos, porque el de acá lo lastimaba “me saca sangre, ¿ves?”. N no quería emitir un soborno para sacarlo de la aduana, está de mas decir que no tenía nada que ver con una cuestión moral. La plata le gusta gastársela en comida y en camas cómodas. Nos amenazaron: si no pagábamos nos rompían los cuellos.
Lo conseguí mintiéndole, es que ya no quería que me muestre mas su piel con rajaduras producidas por plástico.
Como no puede subir mucho los brazos porque le pesan me llama desde su escritorio. “¿Me ponés el cuello?”. Es el ortopédico de plástico el que quiere que le ponga, tocar su carne me daría dolor de panza. Tengo que tirar de unas cintas con velcro para que se enganche, le queda medio chico y le gusta apretado. A veces me dan ganas de probar y ver que pasaría si sigo apretando y apretando. ¿Hasta que punto seguiría su cabeza ahí pegada?