martes, 25 de octubre de 2011

A los cinco hice ballet con Georgette. La misma profesora que le enseñó a mi mamá y a mi tía, en frente de plaza de Vicente López. En la ventana que daba a la calle, había un vinilo en letras cursivas y doradas que decía su nombre. El tutú era solamente para las chicas más grandes, como el pelo largo o las bikinis.
Soy hiperlaxa, así que poner las piernas en la barra y estirarme hasta llegar a mi zapatilla de ballet rosa no era ningún problema para mí. En el recreo comía chizitos de Ketchup. Mi maillot era del mismo color que las zapatillas y los cancanes eran blancos. Teníamos diez minutos libres por clase para bailar como quisiéramos, mis preferidos. Ahí imaginaba que tenía puesto un tutú de cien capas y el pelo largo y suelto hasta la cintura.
Me gustaba ir de visita a los talleres del Colón y al Museo de Ciencias Naturales. Darme cuenta que los libros que veía desde mi asiento eran en realidad de mi tamaño y ver a las bailarinas que practicaban en el subsuelo me fascinaba. Pensar que arriba de ellas, de sus livianos arabesques y d eveloppés había una mezcla de cemento y asfalto con camiones ruidosos, pesados, que largaban humo negro. Un espectacular mundo subterráneo, lleno de tules y escenarios sin público.
También practiqué Aikido, recomendado por mi psicóloga. Pero golpear, el olor a colchoneta y mi profesora musculosa me incomodaban. Había una ideología que no entendía y cinturones de colores que no me importaba mucho tener. El uniforme era áspero.
De gimnasia deportiva lo que más me gustaba era la barra. Hacer la vertical arriba de ella, manteniendo el equilibrio, pensándome como una estrella de circo a quince metros del suelo, con los ojos pintados y maillot brillante Lo demás era en equipo, y cuando me dijeron que tenía que elegir otra disciplina que no fuera la barra porque yo no era prolija dejé de ir.
Expresión corporal, pintura, yoga, teatro, fueron lo que siguió hasta los dieciséis años.